Un
día de la primavera frío, casi otoñal. Salgo temprano, quiero llegar
puntual. La hora de visita es estricta. Solo una hora y estoy lejos.
Lejos en kilómetros, aunque cerca en corazón. Si, ya se, es cursi, pero
cuando está en juego la vida, ya no importa si se es o no cursi. A mi ya
no me importa.
Salgo, entonces, con el corazón latiéndo fuerte, y
ansío llegar. No quiero que se vaya sin despedirme. No quiero que se
vaya sin una última caricia en su brazo amoretonado por los pinchazos.
Quiero que sepa que es mi padrino preferido, y que es querido. Quiero
que no se sienta solo. Quiero hacerle un rato de compañia a su compañera
de toda la vida. Quiero detener el tiempo..., ya se...no se puede.
Llego
una hora antes del horario de visita. Me pasaron mal el horario. Y por
más que intento caerle simpática al guardia de la puerta, el lugar tiene
sus reglas, no hay excepciones.
No entiendo cómo es que una
persona enferma va a estar mejor si pasa todas sus horas sola, en un
cuarto de hospital, que con su gente querida alrededor, pero así están
las cosas.
Estoy yo también sola en la puerta, con una hora de
espera por delante. Y ahora se que las esperas son parte. Asique salgo a
caminar mi espera.
La avenida, a pocas cuadras, despierta a la
mañana de sábado, se va desperezando mientras abre sus locales. La gente
se toma colectivos, entra a probarse ropa, pregunta el nombre de alguna
calle, se toma un café en un bar. El mundo es el mismo, y a la vez tan
distinto hoy.
Me refugio en una librería, en su silencio, en la
libertad de pasearme y quedarme. Me entretengo mirando títulos en las
estanterías, con el cuello torcido. Doy con un librero atento y
comprensivo, que algo ha leído. Me tiene paciencia, busca lo que le
pido. Rastrea un autor que le deletreo mal, lo encuentra. Elijo mis
tesoros, dejo que ellos me elijan. Me llama desde esas pilitas que están
cerca de la caja, cuando voy a pagar, una edición chiquita, especial,
poesías de Pessoa ilustradas, cantadas por Lucas Sedler, algunas
recitadas por Kovadloff, un libro y un cd.
No lo pienso mucho, creo que me estaba esperando. Se viene conmigo.
Es la hora de visita.
Hago
lo que fuí a hacer. Trato de estar presente a esa hora como si no
hubiera ni un antes ni un después. Lo hago a mi manera. Observo las de
otros. Algunos con más palabras. Otros con más silencios. Cada uno como
puede, como le sale.
Me pregunto dónde andará, qué pensará, qué recuerdos evocará en su silencio.
Salgo
del hospital y mientras manejo, conteniendo todavía las lágrimas, me
acuerdo del libro de poesías, lo saco con una mano de la bolsa, y en un
semáforo, comienzo a hojearlo. Pongo el cd.
¿Habrá más tiempo? me pregunto. ¿O habrá sido ésta la despedida?
¿Qué queda cuando nos vamos? ¿Qué queda cuando se van?
Recuerdo mi infancia, mi adolescencia y los veranos
compartidos. Su sentido del humor, su ser siempre cariñoso. Recuerdo
disfrutar de creerme cuando me decía: ¨sos mi ahijada preferida¨, aunque
sabía que a todas sus ahijadas les decía lo mismo. Recuerdo y agradezco.
Pessoa, me hace compañia mientras se abren las compuertas,
y dejo que las lágrimas caigan suaves y tibias. Un viento sopla, liviano.
Y escucho decir:
No llores, ya lo levanto.
El abuelo y el nieto
Al ver al nieto jugar
el abuelo entristecido dice
¡quién pudiera estar otra vez entretenido!
Ah, volver al tiempo encantado
en que castillos yo construía
y de veras, bien armados,
los guardaba hasta el otro día.
Pero era todo tristeza
al despertar lleno de brío
y ver, que por la limpieza
los habían destruído.
...mientras pena abstraído
su infancia el abuelo evoca
una casa él ha construido
o un castillo entre las rocas
Hasta que el nieto,
viendo a su abuelo envuelto en llanto
Dice: ¨se cayó, fué el viento,
no llores, ya lo levanto¨